Lo santos de la puerta de al lado

 

FIESTA DE TODOS LOS SANTOS Mateo 5,1-12

En esta fiesta de Todos los Santos, fiesta de la esperanza y del optimismo quiero compartir con vosotros este material para la reflexión personal o en comunidad, junto con algunos números de la Exhortación Apostólica del Papa Francisco: "Alegraos y regocijaos".

Al comienzo del año tal vez hicimos buenos y grandes propósitos. Yo suelo aconseja que no hagamos muchos propósitos que luego no cumplimos.

Pronto nos invadió el virus oculto y silencioso, la pandemia…. y ¿cómo nos encontró? ¿Nos ha hecho mejores?

La pandemia nos ha descubierto que somos frágiles y vulnerables. Pero de una taza rota se puede elaborar una obra de arte si sabemos unir sus partes con cariño y paciencia (Kintsugi=arte milenario japonés de reparar objetos rotos con oro, carpintería dorada, cicatrices de oro). Hemos de aprender a amar las propias cicatrices, cornadas, cuchilladas por la espalda que nos da la vida. La arruga también es bella.

Confieso que soy  pecador. Creo en la Iglesia santa y pecadora, necesitada de reforma y renovación interior. Con dureza, el Papa Francisco acaba de afirmar en una entrevista (Agencia Adnkronos) que "la Iglesia siempre ha sido una casta meretriz, una pecadora. Digamos mejor: una parte de ella, porque la gran mayoría .... sigue el camino correcto".

Confieso que no creo en la santidad como búsqueda de la perfección por la perfección, porque la perfección en esta vida no existe, según mi opinión. Hay que aceptar la parte de imperfección que hay en la vida, en la sociedad, en nuestra vida interior, para buscar lo mejor, con sus limitaciones, con las fuerzas que Dios nos dé. Creo, pues en la santa imperfección que nos empuja a superarnos. El ideal perfeccionista nos hace mucho daño.

Me cuesta también creer en los santos a golpe de talonario, miembros de la aristocracia eclesiástica, coleccionistas de mitras o marquesados.

La fiesta de Todos los Santos, es un buen invento para tomar conciencia de que todos estamos llamados a ser santos y, por ello, democratizar la santidad. En los últimos tiempos se ha hecho un gran esfuerzo en este sentido de abrir la lista.

En los retablos de los templos encontramos imágenes sobre todo de mártires, obispos y religiosos. Como si la santidad fuera monopolio de los eclesiásticos. Echamos en falta más amas de casa y campesinos de a pie. La fiesta de todos los santos es como un gran retablo donde tienen cabida todos, porque la llamada a la santidad que nos hace Jesús está dirigida a todos los creyentes, bautizados, porque todos podemos ser santos con la ayuda de Dios. Lo cual no quiere decir que tengamos que ser los más listos, fuertes, valientes, héroes, ni hacer cosas extraordinarias, especiales, ni participar en ninguna operación triunfo o Máster Chef.

Santos son todos aquellos discípulos de Jesús que han sabido mantenerse en pie, sin rendirse, abiertos y despiertos para acoger a Dios en sus vidas, como Señor de la vida, origen, guía y meta de su existencia, porque buscaban o buscan a Dios y se dejaron encontrar por Él.

Supieron vivir con los oídos bien abiertos a la escucha del Dios que nos habla a través de la Escritura, acontecimientos y de las personas.

Supieron comunicar con su vida sencilla la buena noticia de Jesús, fueron sus testigos.

Su camino no ha sido un camino de rosas, fue el camino del Maestro, de la cruz.

Supieron encarnar el espíritu de las bienaventuranzas de Jesús, que son algo más que un código ético de conducta, son la expresión de las actitudes fundamentales que vivió y encarnó Jesús de Nazaret. Las Bienaventuranzas, pues, son nuestro camino: “Son como el carnet de identidad del cristiano…. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas (P. Francisco, Gaudete et exsultate 63)". Ellos supieron encarnarlas  con alegría y con libertad, la alegría propia del evangelio (porque un santo triste es un triste santo). “Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia”. Supieron ser sufridos, pacientes, mansos y supieron perdonar. El Dios que nos ha revelado Jesús es un Dios crucificado que comparte el sufrimiento de sus hijos. Se fiaron en todo momento de Jesús, le dejaron entrar en sus vidas, y se dejaron transformar por su Espíritu.

Jesús sí nos invita a buscar la perfección del Dios bueno que se identifica con la misericordia: “Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto” (Mateo 5,48)…. “Sed misericordiosos como mi Padre celestial es misericordioso” (Lucas 6,36). En este sentido la búsqueda de esta perfección es un don que tenemos que suplicar. Sabiendo que los caminos de Dios no son nuestros caminos. Y El nos da la oportunidad de transitar por muchos y diversas sendas y caminos, pero en los que no hay atajos.

Creo que la santidad es confianza en el Dios de la Vida y el proyecto del Reino que nos ha revelado Jesús. Que pasa por la paciencia, “que todo lo alcanza” (Sta. Teresa de Jesús) con nosotros mismos y con los demás, con la humildad que viene de “humus”, suelo, y que significa no creernos, ni más ni menos, mejores que los demás, pues todos estamos hechos del mismo barro, modelable sí, deformable también. Que pasa por la gratuidad y capacidad de servicio callado hacia los demás, sobre todo, los más vulnerables.

Creo mejor en los santos, como dice el Papa Francisco, de la “puerta de al lado”. Personas conocidas que tejieron su historia con nosotros, humildes, sacrificadas, fieles, serviciales, alegres, agradecidas, confiadas, con la carta de presentación de la gratuidad: La señora Hilda, la señora Pola, la madre Eustoquia...... La lista está abierta para que coloquen sus vecinos y vecinas  santos...... 

Personas que nunca se quejan ni despellejan al vecino, con su mirada optimista, positiva,  que saben contagiar esperanza y buen humor, porque la práctica de la religión no está reñida con el buen humor y sana ironía. Las páginas del Evangelio de Jesús están llenas de buen humor y sana ironía.

No olvidemos que el camino de las bienaventuranzas es un camino de felicidad. Dios quiere que seamos felices y nadie nos puede hacer más felices que Dios, no solo a partir de la muerte, sino aquí y ahora. Pero ser felices, según Jesús tiene sus exigencias. Ser cristiano es aprender a “vivir bien” siguiendo el camino abierto por Jesús, el Hijo amado del Padre que nos descubre que también nosotros somos hijos amados del mismo padre. Esta es nuestra esperanza.

El camino de la santidad, como he dicho y lo reafirmo, pasa por el mismo camino de la misericordia. Fueron misericordiosos y compasivos con sus hermanos, los más pobres, los que más sufren, porque Dios no es insensible al sufrimiento de sus hijos. Todos podemos ser misericordiosos. Dios nos llama a todos a ser misericordiosos, sabiendo que hay mucho sufrimiento a nuestro alrededor. ¿Cómo estamos viviendo esta bienaventuranza en la situación tan dolorosa, compleja y difícil que nos ha tocado vivir? Y no hay que olvidar que: “hay más alegría en dar que en recibir. Y Dios ama al que da con alegría”.

 

Os invito, sobre todo, a leer y meditar los siguientes números de la Exhortación Apostólica “GAUDETE ET EXSULTATE” (“Alegraos y regocijaos”) del Papa Francisco.

 PAPA FRANCISCO “ALEGRAOS Y REGOCIJAOS”

Los santos de la puerta de al lado

6. No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»[3]. El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo.

7. Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»[4].

8. Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo que «participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad»[5]. Pensemos, como nos sugiere santa Teresa Benedicta de la Cruz, que a través de muchos de ellos se construye la verdadera historia: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado»[6].

9. La santidad es el rostro más bello de la Iglesia. Pero aun fuera de la Iglesia Católica y en ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita «signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo»[7]. Por otra parte, san Juan Pablo II nos recordó que «el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes»[8]. En la hermosa conmemoración ecuménica que él quiso celebrar en el Coliseo, durante el Jubileo del año 2000, sostuvo que los mártires son «una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los factores de división»[9].

NOTAS: [3] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.

[4] Cf. Joseph Malègue, Pierres noires. Les classes moyennes du Salut, París 1958.

[5] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.

[6] Vida escondida y epifanía, en Obras Completas V, Burgos 2007, 637.

[7] S. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 56: AAS 93 (2001), 307. [8] Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 37: AAS 87 (1995), 29. [9] Homilía en la Conmemoración ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX (7 mayo 2000), 5: AAS 92 (2000), 680-681.

Alegría y sentido del humor

122. Lo dicho hasta ahora no implica un espíritu apocado, tristón, agriado, melancólico, o un bajo perfil sin energía. El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del humor. Sin perder el realismo, ilumina a los demás con un espíritu positivo y esperanzado. Ser cristianos es «gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17), porque «al amor de caridad le sigue necesariamente el gozo, pues todo amante se goza en la unión con el amado […] De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo»[99]. Hemos recibido la hermosura de su Palabra y la abrazamos «en medio de una gran tribulación, con la alegría del Espíritu Santo» (1Ts 1,6). Si dejamos que el Señor nos saque de nuestro caparazón y nos cambie la vida, entonces podremos hacer realidad lo que pedía san Pablo: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4).

123. Los profetas anunciaban el tiempo de Jesús, que nosotros estamos viviendo, como una revelación de la alegría: «Gritad jubilosos» (Is 12,6). «Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén» (Is 40,9). «Romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados» (Is 49,13). «¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador» (Za 9,9). Y no olvidemos la exhortación de Nehemías: «¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!» (8,10).

124. María, que supo descubrir la novedad que Jesús traía, cantaba: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,47) y el mismo Jesús «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Cuando él pasaba, «toda la gente se alegraba» (Lc 13,17). Después de su resurrección, donde llegaban los discípulos había una gran alegría (cf. Hch 8,8). A nosotros, Jesús nos da una seguridad: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. […] Volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,20.22). «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,11).

125. Hay momentos duros, tiempos de cruz, pero nada puede destruir la alegría sobrenatural, que «se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo»[100]. Es una seguridad interior, una serenidad esperanzada que brinda una satisfacción espiritual incomprensible para los parámetros mundanos.

126. Ordinariamente la alegría cristiana está acompañada del sentido del humor, tan destacado, por ejemplo, en santo Tomás Moro, en san Vicente de Paúl o en san Felipe Neri. El mal humor no es un signo de santidad: «Aparta de tu corazón la tristeza» (Qo 11,10). Es tanto lo que recibimos del Señor, «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17), que a veces la tristeza tiene que ver con la ingratitud, con estar tan encerrado en sí mismo que uno se vuelve incapaz de reconocer los regalos de Dios[101].

127. Su amor paterno nos invita: «Hijo, en cuanto te sea posible, cuida de ti mismo […]. No te prives de pasar un día feliz» (Si 14,11.14). Nos quiere positivos, agradecidos y no demasiado complicados: «En tiempo de prosperidad disfruta […]. Dios hizo a los humanos equilibrados, pero ellos se buscaron preocupaciones sin cuento» (Qo 7,14.29). En todo caso, hay que mantener un espíritu flexible, y hacer como san Pablo: «Yo he aprendido a bastarme con lo que tengo» (Flp 4,11). Es lo que vivía san Francisco de Asís, capaz de conmoverse de gratitud ante un pedazo de pan duro, o de alabar feliz a Dios solo por la brisa que acariciaba su rostro.

128. No estoy hablando de la alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy. Porque el consumismo solo empacha el corazón; puede brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo. Me refiero más bien a esa alegría que se vive en comunión, que se comparte y se reparte, porque «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35) y «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). El amor fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de gozar con el bien de los otros: «Alegraos con los que están alegres» (Rm 12,15). «Nos alegramos siendo débiles, con tal de que vosotros seáis fuertes» (2 Co 13,9). En cambio, si «nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría»[102].

NOTAS: [100] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 6: AAS 105 (2013), 1221. [101] Recomiendo rezar la oración atribuida a santo Tomás Moro: «Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir. Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el pecado, sino que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no permitas que sufra excesivamente por esa cosa tan dominante que se llama yo. Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás. Así sea». [102] Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia (19 marzo 2016), 110: AAS 108 (2016), 354.

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