Los viñadores homicidas, matar al hombre es matar a Dios
Comentario al Evangelio: 27º Domingo TO CA Mateo 21,33-43
Durante tres domingos seguidos, la liturgia de la Palabra, como queriendo acompañarnos en la nueva estación otoñal, tiempo de recolección, de vendimia, usando el género literario, siempre provocativo, de la parábola evoca la imagen de la viña, que se puede interpretar simbólicamente como alusión al pueblo de Israel, pueblo de la Alianza, a la misión que reciben los discípulos de Jesús, trabajadores del Reino, y a nuestra misión personal y comunitaria como testigos del Evangelio de Jesús en el aquí y ahora que nos toca vivir.
El Pueblo de Dios, pueblo de
la Alianza, es descrito como la heredad cuidada con esmero por el labrador, su amigo del alma (Isa
5, 1-7). Jesús pronuncia la parábola de los viñadores como profecía de su
propio destino (Mt 21, 33-43). En esta imagen de la viña, encontramos
resonancias que se pueden aplicar a nuestra vida de creyentes en Cristo Jesús,
el Señor y Maestro. Pero, una vez más, la
parábola de los «viñadores homicidas» suena tan dura, que a los cristianos nos
cuesta pensar que esta advertencia profética, dirigida por Jesús a los
dirigentes religiosos de su tiempo, tiene algo que ver con nosotros.
Como contraste, San Pablo enumera la mejor cosecha que se espera de nosotros: “todo lo verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, virtuoso,” (Flp. 4, 8), es lo que espera de nosotros el Señor de la Vida.
En este contexto también, resuena el mensaje del Evangelio de Juan (Juan 15,1-5), en el que Jesús se presenta como la Vid verdadera y a su Padre, como el Viñador, y a nosotros sus sarmientos, llamados a dar frutos si permanecemos unidos a Él, las mejores uvas para elaborar el mejor de los vinos con que alegrar la fiesta. Unidos a El no hay riesgo de cosecha baldía e ingrata. La verdadera Vid da fruto abundante, no sólo de uvas, sino que nos ofrece el vino nuevo, la copa brindada, el cáliz de salvación en favor de todos los hombres.
Actualicemos la parábola en el hoy que nos toca vivir: Dios no invierte su amor, sus promesas y su perdón en el Ibex 35, la bolsa de Madrid o de Wall Street.
Dios no invierte su palabra y su tiempo en terrenos o urbanizaciones, en
palacios de la Sloane Avenue de Londres, o
en joyas de Graff USA.
Dios no invierte la sangre de su Hijo en negocios millonarios. Dios
invierte todo, apuesta todo por nosotros sus hijos queridos. Dios ha plantado
su vida, su Espíritu en el corazón de cada uno de nosotros, en la comunidad de
sus seguidores, en su Iglesia.
Y no olvidemos que cada domingo viene a visitar su viña, a ver cómo
crece, madura, a deleitarse con sus frutos. Los frutos que espera son: justicia
y fidelidad, amor y compasión, generosidad y perdón. Tal vez nos sintamos con
los cuévanos, las manos vacías, que no
tenemos nada que ofrecer ni podemos
pagar la renta. Dios tiene paciencia infinita, y volverá el próximo domingo a
ver si su inversión de amor ha producido algún fruto. La paciencia histórica de
Dios, como la del buen labrador, es nuestra salvación (2ª Pe 3,12-18).
Para nuestro examen de
conciencia: ¿Qué frutos espera Dios de mi persona? ¿Qué frutos estoy dando en
mi vida? ¿Qué otros frutos puedo dar? ¿Qué frutos necesita nuestra sociedad? Se
me ocurre que en medio de esta extraña y dolorosa pandemia que nos hace sufrir
tanto se nos pide y reclaman a todos los frutos de la compasión, la
misericordia, la concordia, los cuidados mutuos, la sensatez, semillas de
esperanza. Y no olvidemos que el que siembra semillas de odio, odio y violencia
suele cosechar. Qué actualidad tienen las palabras de Pablo: “Esmerémonos en lo que favorece la paz y
construye la vida común” (Rom. 14,17-19).
El papa Francisco en la
catequesis de la última Audiencia general (30 de septiembre 2020) nos invitaba
a reflexionar con él (“Curar el mundo”. Preparar el futuro junto
con Jesús que sana y salva): “En
las semanas pasadas, hemos reflexionado juntos, a la luz del Evangelio, sobre cómo sanar al mundo que sufre por un
malestar que la pandemia ha evidenciado y acentuado. Hemos recorrido los caminos de la dignidad, de la solidaridad y de la
subsidiariedad, vías indispensables para promover la dignidad humana y el
bien común. Como discípulos de Jesús,
nos hemos propuesto seguir sus pasos optando por los pobres, repensando el
uso de los bienes y cuidando la casa
común. En medio de la pandemia que nos aflige, nos hemos anclado en los
principios de la doctrina social de la
Iglesia, dejándonos guiar por la fe, la esperanza y la caridad. Aquí́ hemos
encontrado una ayuda sólida para ser
trabajadores de transformaciones que sueñan en grande, no se detienen en las mezquindades que dividen y hieren, sino que
animan a generar un mundo nuevo y mejor… Podremos regenerar la sociedad y no
volver a la llamada “normalidad”, porque esta normalidad estaba enferma de
injusticias, desigualdades y degradación ambiental. Esto no va. La normalidad a
la cual estamos llamados es la del Reino de Dios, donde «los ciegos ven y los
cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos
resucitan y se anuncian a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11, 5). Y nadie mira
hacia otro lado. En la normalidad del Reino de Dios el pan llega a todos y
sobra, la organización social se basa en el contribuir, compartir y distribuir,
no en el poseer, excluir y acumular (cfr Mt 14, 13-21)… Un pequeño virus sigue causando heridas profundas y desenmascara
nuestras vulnerabilidades físicas, sociales y espirituales. Ha expuesto la
gran desigualdad que reina en el mundo: desigualdad de oportunidades, de
bienes, de acceso a la sanidad, a la tecnología, a la educación etc. Estas injusticias no son naturales ni
inevitables. Son obras del hombre, provienen de un modelo de crecimiento
desprendido de los valores más profundos. Y esto ha hecho perder la
esperanza en muchos y ha aumentado la incertidumbre y la angustia. Por esto, para salir de la pandemia,
tenemos que encontrar la cura no solamente para el coronavirus, sino también
para los grandes virus humanos y socioeconómicos. No esconderlos, no darles
una mano de barniz. Y ciertamente no
podemos esperar que el modelo económico que está en la base de un desarrollo
injusto e insostenible resuelva nuestros problemas. No lo ha hecho y no lo
hará́, porque no puede hacerlo, incluso si ciertos falsos profetas siguen
prometiendo “el efecto cascada” que no llega nunca…. Habéis oído el teorema
del vaso que se llena de agua y después cae y llega a los pobres. Lo que pasa
es que, cuando está a punto de llenarse, el vaso sigue creciendo y la cascada
nunca se produce. Tenemos que ponernos a
trabajar con urgencia para generar buenas políticas, diseñar sistemas de
organización social en la que se premie la participación, el cuidado y la
generosidad, en vez de la indiferencia, la explotación y los intereses
particulares. Una sociedad solidaria y justa es una sociedad más sana. Una
sociedad participativa -donde a los “últimos” se les tiene en consideración
igual que a los “primeros”- refuerza la comunión. Una sociedad donde se respeta
la diversidad es mucho más resistente a cualquier tipo de virus”.
“Guía y fortalece, Señor, a tu Iglesia,
heredera de las Promesas.
Líbrala de la terrible tentación
de creerse también ella
propietaria de tu Alianza,
de tus dones y de tu Reino.
Haz de cada uno de nosotros
un humilde servidor de tu Viña,
capaz de utilizar el tiempo que Tú le concedes
para producir los frutos de tu Buena Nueva” (Michel Hubaut)



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