"Bendita debilidad que engendra vida"

 5º Domingo Cuaresma CB, Juan 12,20-33

El relato de Juan de este 5º domingo de cuaresma transcurre entre la búsqueda de Jesús por parte de unos griegos (“Señor, queremos ver a Jesús”) y el anuncio de su propia muerte, usando la imagen del grano de trigo: “Si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda infecundo”.

Esta semana quiero compartir con vosotros una selección de textos que he escogido  para meditar (entrar en el “médium”, centro, en nuestro interior), con unas pistas introductorias, para el camino. Pero el verdadero "guía" para el camino son las propias palabras de Jesús. Los podemos ordenar en tres capítulos: 1.- Buscar a Jesús. 2.- El grano de trigo que muere para dar vida. 3.- Testigos de la VIDA nos quiere el Señor.

 1.- En esta vida encuentra quien busca, busca quien lo desea profundamente, sabe perseverar en la espera con paciencia, sin dejarse llevar por la ansiedad. Quien sabe resistir, en el desierto, en la noche, en la tormenta. Esperanza que nos mantiene despiertos y en salida. No es casualidad que la nave enviada por la Nasa a Marte haya sido bautizada con el nombre de “Perseverance”; y el robot que portaba “Curiosity”. La historia personal de su diseñadora, la ingeniera colombiana Diana Trujillo,  es todo un ejemplo referente de perseverancia.

Uno de los frutos de esta cuaresma debería ser: avivar en nosotros el deseo interior de buscar, encontrar y reconocer al Señor. ¿Para qué? Para orientar,  encontrar y dar sentido a nuestra existencia, como Jesús supo orientar la suya. La cruz no fue un accidente en su vida, sino la consecuencia de toda una vida de fidelidad al proyecto del Reino. ¿Cómo? Haciendo nuestras sus palabras y actitudes fundamentales, y el proyecto de su Reino. “Si creemos en los hombres de palabra, ¡cuánto más en la Palabra hecha hombre!”.

 “En el fondo da igual si se avanza mucho o poco, lo importante es avanzar siempre, perseverar, dar un paso cada día. La satisfacción no se obtiene en la meta, sino en el camino mismo. El hombre es un peregrino, un homo viator” (Pablo D’Ors, Biografía del silencio, nº 45).

 2.- Toda semilla, pequeña o grande es un milagro de la naturaleza, de la vida. La imagen del grano de trigo no es una imagen de muerte sino de vida, de “ecodependencia o interdependencia”. El grano para germinar y dar frutos depende de la mano del hombre, de la tierra, del aire, del agua, del sol, de tiempo (“cronos”),  paciencia y perseverancia. A veces, hay que regarlas con sudor y lágrimas. El grano de trigo “desaparece” para servir y multiplicarse en vida, espiga, en granos. La espiga desaparecerá bajo el trillo. Y el grano de la era desaparecerá bajo la piedra del molino, para convertirse en harina, en pan compartirnos, que engendra fraternidad.

 

“Pocas frases encontramos en el evangelio tan desafiantes como estas palabras que recogen una convicción muy de Jesús: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto».

La idea de Jesús es clara. Con la vida sucede lo mismo que con el grano de trigo, que tiene que morir para liberar toda su energía y producir un día fruto. Si «no muere» se queda encima del terreno. Por el contrario, si «muere» vuelve a levantarse trayendo consigo nuevos granos y nueva vida.

Con este lenguaje tan gráfico y lleno de fuerza, Jesús deja entrever que su muerte, lejos de ser un fracaso, será precisamente lo que dará fecundidad a su vida. Pero, al mismo tiempo, invita a sus seguidores a vivir según esta misma ley paradójica: para dar vida es necesario «morir».

No se puede engendrar vida sin dar la propia. No es posible ayudar a vivir si uno no está dispuesto a «desvivirse» por los demás. Nadie contribuye a un mundo más justo y humano viviendo apegado a su propio bienestar. Nadie trabaja seriamente por el reino de Dios y su justicia si no está dispuesto a asumir los riesgos y rechazos, la conflictividad y persecución que sufrió Jesús” (José Antonio Pagola, El camino abierto por Jesús,  San Juan).

 “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna” (Juan 12,25).

 Si queremos crecer interior y espiritualmente (que no es lo mismo),  hay que aprender a dar muerte  al propio ego, a los apegos. Lo cual nos exige reconocimiento y aceptación de ese mundo interior: pensamientos, deseos, afectos, miedos, ilusiones: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

 “En realidad, tanto más noble es un ser humano cuanto mayor sea su capacidad de hospedaje o acogida. Cuanto más vacíos estemos de nosotros mismos, más cabrá dentro de nosotros. El vacío de sí, el olvido de sí, está en proporción directa con el amor a los demás. Cristo y Buda son, en este sentido, los modelos más insignes que conozco. ((Pablo D’Ors, Biografía del silencio, nº 44)

 3.- Como creyentes en Cristo muerto y resucitado estamos llamados a ser testigos del Dios de la Vida, del Resucitado, que es el mismo que el crucificado: amando la vida, cuidando la propia vida y la de los demás, defendiendo la vida de los más vulnerables, dando la vida, en supremo gesto de amor, como Jesús, el Maestro: «El que quiera servirme que me siga, y dónde esté yo, allí estará también mi servidor» (Juan 12,21).

“¿Quién se atreve hoy a bendecir la vida, a proclamar abiertamente que merece la pena vivir, que la vida es un don de Dios que debemos agradecer y desarrollar? Estamos tan marcados por la “cultura de la muerte” (guerras, atentados, suicidios, abortos, eutanasia, aburrimiento existencial…) que nos cuesta respirar a pleno pulmón y considerarnos de verdad “resucitados”. La pandemia no ha hecho sino reforzar esta sensación de que la vida es un “valle de lágrimas” y de que debemos disfrutar al máximo porque no sabemos cuándo nos va a sorprender la muerte.
En este contexto, la experiencia cristiana representa una alternativa, una manera diferente de entender las cosas.

Los cristianos no nos limitamos a proclamar con buenos modales que creemos en la vida eterna. Un mensaje anunciado en sordina y como pidiendo perdón para no molestar no llega al corazón de las personas. Nos atrevemos a confesar con audacia que Cristo ha resucitado y que, en él, todos hemos empezado ya a vivir una vida distinta. La muerte, ciertamente, supondrá una frontera, pero la “vida nueva” ha comenzado cuando hemos sido incorporados a Cristo. Vivimos ya como resucitados. Este evangelio “loco” no debe ser descafeinado. Si queremos acomodarlo demasiado a los criterios de lo meramente razonable, de lo políticamente correcto, de lo que hoy se lleva, pierde su mordiente y su fuerza transformadora. No merece la pena hacerse cristiano para ser solo una persona de buenos modales, que no da guerra y se limita a comportarse como todos esperan que lo haga” (Gonzalo Fernández Sanz, misionero claretiano, de Vinuesa para más señas).

 

A veces, a mi edad, cerca ya de los 70, con muchas arrugas, una cornada en el vientre y una cuchillada en la espalda siento la tentación de que estoy perdiendo el tiempo. Me olvido que la misión no me pertenece, es don y tarea. Nuestra tarea no consiste en cosechar, sino en sembrar. Necesitamos sembrar semillas que hagan posible la revolución de la ternura, inclusión, amor que da la vida. Y necesito volver a las palabras de Pablo: “lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil (como el grano de trigo) de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor, 1,25).

 

“Bendita debilidad que engendra vida,

y la sostiene responsablemente.

Fecundidad en cada renuncia en tu nombre,

en cada gesto de amor que no exige respuesta,

 en cada tormenta afrontada sin tirar la toalla,

en cada salto al vacío tras tus huellas”.

 Jesús Mendoza Dueñas.




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