"Subir y bajar montañas"

 “SUBIR A LA MONTAÑA”

Subir a la montaña es siempre una experiencia arriesgada, llena de desafíos, pero fascinante. En la cumbre se está más cerca del cielo, del infinito. Subir a la montaña es algo más que un deporte. Es vivir la experiencia de la superación, de tocar el cielo con los dedos, de volar de alguna  manera con la vista hacia el  basto horizonte. A cada metro conquistado siempre se puede contemplar algo más. Las altas montañas que desafían a los hombres encierran para muchos de ellos algo mágico o sagrado. Muchas  religiones han contemplado a las montañas como lugares míticos, como espacios de encuentro con Dios. Sus nombres así lo acreditan. Y cada montaña encierra mil secretos en sus profundidades. Nuestros ríos portadores de vida nacen en las cumbres de nuestras montañas.


Jesús, aquel día, decide subir a la montaña, e invita a tres de sus discípulos a compartir la experiencia del encuentro con Dios. Y Dios no se hace esperar. Allí escuchan su voz. La voz que habló por los profetas a su pueblo, y ha hablado definitivamente en su Hijo Jesús. Allí en lo alto de la montaña el Hijo se “transfigura” mientras ora al Padre. La luz especial de aquella hora anuncia el destino definitivo de gloria de su vida y misión. La última palabra no la tendrá la muerte sino la Vida. Sus discípulos quieren instalarse allí porque se está mejor en lo alto que en las sombras de los valles y caminos torcidos del día a día. Pero Jesús no quiere que la contemplación adelantada de su gloria los deslumbre y haga olvidar la estación de muerte  en cruz que le espera. No hay Tabor sin Gólgota. 

Jesús invita a  sus discípulos a descender de la montaña porque queda mucho trabajo por realizar todavía: la tarea de transfigurar este mundo violento e injusto en un mundo que se acerque más al proyecto de Dios su creador. Para encarnar este proyecto sólo hay un camino: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.  Escucha, aprende, practica, enseña. No son cuatro  sino un único mandamiento directo del Padre, y que deberíamos grabar en nuestra frente, en nuestro interior. Escuchar para aprender el camino. Aprender para practicar, para recorrer el camino. Practicar para enseñar a otros el camino. Y el camino se puede recorrerse porque alguien de los nuestros, Jesús de Nazaret, ha recorrido antes nuestros  caminos, los caminos de este mundo con fatiga y sudor humanos, siendo portador del amor misericordioso de su Padre Dios que salva.


No nos es fácil entender el Evangelio de la transfiguración. No  le es fácil a la Iglesia anunciar el misterio de la Resurrección. El monte Tabor dura poco. Lo que tenemos enfrente se parece más al monte Calvario. Abundan más las experiencias de trabajo, cansancio, el gris de cada día, la desgracia, el fracaso, el dolor, el desencanto, la duda, los escándalos. Te asomas a los medios de comunicación y dan más ganas de llorar que de reír y bailar. La misión del creyente en Cristo Jesús, la misión de la Iglesia es transfigurar este mundo. Pero antes ha de preguntarse si está en verdad junto a la cruz de Jesús y junto a las innumerables cruces actuales de la historia.


Antes hay que bajar de la montaña: de la vida cómoda, de la alienación, de la rutina, de la indiferencia. Hay mucha gente que nos espera. Y  cuando nos sintamos cansados o rotos, de nuevo tenemos que volver a subir al Tabor de la oración para escucharle a El, para descubrir cuál es la voluntad del Padre, para aprender a ganar perdiendo: “el que pierda su vida por mí la encontrará”.

Bajar del monte.

Los seguidores de Jesús no podemos quedarnos  "en las nubes" soñando, fuera de lugar. Sino que estamos llamados a pisar tierra, hacernos cargo de la realidad, llamando a las cosas por su nombre, poniendo en práctica sus enseñanzas en el día a día que nos toca vivir. Vacunados contra la cultura de la indiferencia, no podemos aislarnos de la realidad, enrocados en nuestra torre de confort y falsa seguridad, en actitudes paranoicas o a la defensiva. No podemos ser neutrales. Dante decía que el infierno está lleno de neutrales. La autenticidad de nuestra fe se verifica y cobra credibilidad en los acontecimientos, a veces grises, de nuestra vida diaria, en la parcela de mundo que nos toca "transfigurar". Hay que saltar al "ruedo" de este mundo que sufre y enferma, y enfrentarnos a las "cruces".  La mística, la contemplación no está reñida con el sentido de la realidad, los medios humanos, el poner los pies en el suelo y aterrizar. ¡Hay tanto por hacer! 

Tarea hermosa y urgente que no es posible asumir sin la escucha perseverante, paciente y obediente de la Palabra de Jesús. Nadie da lo que no tiene. El problema es que estamos rodeados de mucho ruido y bombardeados por mil estímulos audiovisuales que reclaman nuestra atención. A veces el arroyo mete más  ruido que el río. Y nos cuesta  o no sabemos escuchar, guardar silencio. Escuchar es todo un arte que hay que aprender y ejercitar, empezando por nuestro interior. Qué pena que muchos que nos decimos cristianos no tengamos tiempo para escuchar serenamente a Jesús. De esa escucha nace la fe verdadera, en ella se nutre y se fortalece. La renovación urgente de la Iglesia vendrá de saber poner en el centro a Jesús y su Palabra. La experiencia de escuchar a Jesús es comprometida, puede ser hasta dolorosa, pero es una aventura apasionante. Es encuentro con Aquel que me descubre la verdad íntima y última de mi ser y mi destino: "Tú eres mi hijo amado y bendecido". Son palabras dichas también para mí, aunque muchos días me sienta roto. Contemplativos en la acción nos quiere el Señor y "en todo amar y servir", para eso necesitamos ojos para ver como el ciego del camino.

 PARA LA REFLEXION PERSONAL Y COMUNITARIA.

¿A quién escuchamos? ¿A quién miramos? ¿A quién seguimos

¿En qué Iglesia soñamos?

Hay una Iglesia adormilada en sus laureles… viviendo de las rentas, más preocupada por la ley que por la profecía, a la defensiva ante los escándalos de los abusos sexuales y de autoridad, con miedo a descender de las alturas a la realidad pura y dura.

Necesitamos y soñamos con una Iglesia más humilde, transparente y desprendida, en “salida”, en “descenso”, a la “escucha” de la Palabra, que incluye los signos de los tiempos. Necesitamos de una Iglesia que escuche más y mejor y que no juzgue y condene. Una Iglesia promotora y constructora del diálogo interreligioso y de la paz entre las diversas culturas y las naciones. Que promueva más lo que nos une que lo que nos diferencia o separa.  Una Iglesia donde la mujer pueda ocupar el mismo lugar que el varón con sus carismas y sensibilidad. Por sus frutos la conocerán.

Jesús Mendoza Dueñas.

 

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