"Palmas, ramos por la paz"
DOMINGO DE RAMOS DE LA PAZ, SAN LUCAS 23,1-49
“¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna” (Zac 9,9).
Con procesiones, este año sí, inauguramos la Semana Santa, con el rito de la bendición de los ramos (los de olivo son símbolo de la paz) y la proclamación de la Pasión de Jesucristo según San Lucas. Domingo de palmas, que no de armas.
Podemos vivirla haciendo deporte, como espectadores, como turistas por tierra, mar y aire o en bicicleta, o como protagonistas, superando la “globalización de la indiferencia”, implicándonos en la pasión de los pueblos crucificados de la tierra por las hambrunas, violencia, injusticias, guerras de todo tipo. Podemos vivirla comprometidos en la construcción de la paz verdadera. Muchos de mis amigos me dicen que la pasarán trabajando.
Pero para responder a la pregunta inicial hay que preguntarse primero: ¿Qué celebramos? ¿Y qué tiene que ver con mi vida lo que celebramos estos días, incluidas las procesiones? ¿Qué tiene que ver con la guerra que estamos sufriendo y con “hacer la paz”?
Celebramos, en comunidad, el misterio de la pasión, muerte en la cruz y resurrección del Señor, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles, y salvación para los creyentes en Cristo Jesús.
Y preguntarse por el misterio de la cruz es preguntarse: ¿por qué y cómo muere Jesús?
Para ello es muy bueno y provechoso proclamar, contemplar y meditar en estos días el relato de la Pasión de Jesús (Domingo de Ramos: S. Lucas 23,1-49; Viernes santo: Jn 18,1-19,42). Meditar significa entrar en el “centro”. Contemplar significa entrar en el templo interior que somos cada uno de nosotros.
En el momento de la crucifixión, mientras los soldados lo van clavando en el madero, Jesús suplica: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que están haciendo» (v. 34). Así ha vivido siempre: ofreciendo a los pecadores el perdón incondicional del Padre. Según Lucas, Jesús muere pidiendo al Padre que siga bendiciendo a los que lo crucifican, que siga ofreciendo su amor, su perdón y su paz a todos, incluso a los que lo están matando. Ya había pedido a los suyos “amar a sus enemigos” y “rogar por sus perseguidores”; “Perdonarás setenta veces siete, de corazón y siempre”. Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón. Esta petición al Padre por los que lo están crucificando nos revela una vez más la misericordia infinita y el perdón insondable de Dios, en quien podemos confiar en los momentos más difíciles de nuestra existencia.

Lucas recoge una última palabra de Jesús. Como en el relato del Monte de los Olivos (22,39-46), Lucas confirma aquí su sensibilidad doctrinal eliminando el grito de abandono (Mc 15,34-36). Jesús sufre verdaderamente, pero cree también verdaderamente. Dios no es cruel ni indiferente, sino que ejecuta su designio, aceptado íntimamente por el Hijo. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (v. 46). Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado animando con su Espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos. La oración de Jesús en Lucas corresponde al v. 6 del salmo 30 (31). El salmo 30 (31) representa una llamada de ayuda y a la vez la expresión de una confianza total. Como el salmista, el Jesús de Lucas confía su espíritu a las manos de Dios, porque sabe que éste es más fuerte que sus enemigos y que la misma muerte. Lo que Jesús confía a Dios es su “espíritu”, todo su ser, creyendo y esperando que el Padre romperá su silencio y lo resucitará.
“En esta Semana Santa nos hará bien, a todos, mirar el crucifijo, besar las llagas de Jesús y decirle gracias. Porque eso lo hizo por cada uno de nosotros. Pero Dios siempre interviene en el momento en que quizás uno no lo espera, y Jesús resucita, ESTÁ VIVO” (Papa Francisco, catequesis 17 de abril 2014).
Para meditar también, recojo aquí el testimonio que me acaba de llegar de nuestro amigo P. Jesús Ruiz, obispo comboniano en R. Centroafricana.
Fronteras de aquí y de allá; esos dos mundos tan distintos en los que me muevo. Creo que ser misionero nos exige estar en la frontera, allá donde la inseguridad es grande, los derechos humanos muchas veces no cuentan, eres extranjero y estás a la merced de los caprichos y las injusticias de los que guardan las fronteras. De esto saben mucho los emigrantes, los refugiados, los perseguidos. Los abusos de las fronteras… sobre todo de las fronteras del sur del planeta.
Todo esto genera lo que algunos han llamado la “espiritualidad de la frontera” que conlleva mucha dosis de abajamiento, ponerte en las manos de Dios, morderte el labio y seguir hacia adelante, aunque duela…, que duele. Seguro que el que no ha estado en las fronteras del sur no sabe de qué hablo...
Para viajar ahora nos exigen las tres vacunas del Covid y he acudido a mi centro de salud en Madrid para estar en regla. Aquí en Centroáfrica no creo que llegue al 1% de la población que está vacunada. Dos mundos distintos…
Este tiempo cercano a la Pascua nos presenta al Hijo de Dios que atravesó nuestra frontera humana y vivió esa espiritualidad de la frontera. En El encuentro el icono para vivir en las fronteras de esta humanidad… Él vivió en la frontera desde el amor y por amor, “nadie me quita la vida, soy yo quien la da”.
(P. Jesús Ruiz, Obispo de M’ baïki, R. Centroafricana).
“Vivir para Él y para los hermanos: eso es, en definitiva, hacer la paz” (J.L. Martín Descalzo, Razones desde la otra orilla)
Jesús Mendoza




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