"Pedro, ¿Me amas?"

 3º domingo Pascua Juan 21,1-14

“Mientras el profeta caminaba por las calles se le acercó un enamorado y le dijo:

Maestro: ¿Cómo puedo demostrarle a mi amada que la amo?

-        El amor no se demuestra, se vive; contestó, al pasar, el maestro.

Una mujer le dijo: Maestro mi hijo quiere irse de casa y lo amo tanto que no quiero dejarlo partir…

-        El amor es libre y otorga libertad, le respondió el maestro.

Un hombre le dijo: Maestro ¿está mal amar la riqueza?

-        El amor no es poseer, es entregarse, dijo el maestro.

Un joven le pidió: Por amor, déjame ser tu discípulo.

-        Ama, y serás mi maestro”. (El Profeta, Kalil Gibran).


Proclamamos en este 3º domingo de Pascua el pasaje final del evangelio de San Juan, una de las páginas más bellas del Evangelio. Según los expertos, un añadido posterior al primer final. Si fue añadido a un evangelio ya terminado es porque debía tener, según el autor, mucha importancia para la vida de las primeras comunidades cristianas, que están pasando por diversas pruebas purificadoras: persecuciones, conflictos, debates, fracaso misionero….  El primer amor y ardor misionero puede que, en algunos casos, se esté apagando. Es una hermosa catequesis cargada de rico simbolismo.

La vida de la comunidad cristiana se debate entre la alternancia  “dentro y fuera” (el mar y la orilla), entre vida en común y actividad misionera; entre la “noche y el día” (pesca o redes vacías), fracaso y éxito que formarán siempre parte de su historia. La presencia de Jesús se requiere en ambas dimensiones eclesiales. Sin él, ni la comunidad ni la misión funcionan. El fracaso está unido a la ausencia de Jesús en esa vida común y el éxito (misionero), en cambio, a la presencia luminosa del Señor, a quien hay que obedecer. El fruto de la misión dependerá de la docilidad a la palabra de Jesús.


Nos fijamos hoy en la última parte del relato centrado en la persona y misión de Pedro.

Pedro, ¿me amas más que estos? Jesús examina a Pedro. Pero solo de su amor. Tres veces lo ha negado, tres veces deberá responder con una triple confesión, culminando en esas palabras que todos podemos aplicarnos: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. A pesar de las traiciones y debilidades Jesús confía en Pedro. Pone en movimiento en su interior las fuerzas más profundas, ese entusiasmo que lo había impulsado a seguir inmediatamente a Jesús, ese amor que había manifestado en muchas ocasiones. En efecto, lo interroga sobre su amor, haciéndole comprender que su mirada misericordiosa va más allá de lo que había sucedido (dudas, incomprensiones, negaciones), penetra en lo profundo de su corazón renovando su amor.


“¿Me amas? Esta pregunta que el Resucitado dirige a Pedro, y que debiéramos tener bien grabada en nuestra vida de fe, nos debe recordar a todos los que nos decimos creyentes que la vida o experiencia de la fe no es un asunto de comprensión intelectual, sino de amor a Jesucristo. La fe cristiana es «una experiencia de amor». Por eso, creer en Jesucristo es mucho más que «aceptar verdades» acerca de Él. Creemos realmente cuando experimentamos que Él se va convirtiendo en el centro de nuestro pensar y sentir, de nuestro querer y todo nuestro vivir. Tal vez algo realmente nuevo se produciría en nuestras vidas si fuéramos capaces de escuchar con sinceridad la pregunta del Resucitado: «Tú, ¿me amas?». Si fuésemos capaces cada mañana de reconocernos hijos amados y bendecidos de Dios, aunque muchas veces nos sintamos rotos y sucios por dentro.

Amor que exige conocimiento, y conocimiento que exige relación, confianza, apertura y entrega al otro. Cuando queremos realmente a una persona concreta, pensamos en ella, la buscamos, la escuchamos, nos sentimos cerca.

Vive, deja vivir, ayuda a vivir, da la vida y ama, que es lo que llena de sentido la vida. Amar de manera siempre fiel, servicial y humilde (como las buenas madres). Porque no es oro todo lo que reluce. El amor verdadero encierra una serie de exigencias, que Pablo describe magistralmente en el capítulo 13 de la 1ª Carta a los Corintios. Lo importante no es llenar de años la vida, sino los años de vida, de amor, de sentido y dignidad. No hay peor fracaso en la vida que no amar, ni peor desgracia que no sentirse amado. No olvidemos que "en el atardecer de la vida nos examinarán del amor traducido en obras de misericordia".



UNA HISTORIA PARA REFLEXIONAR.

(Recogida en el prólogo del libro del Cardenal Martini: Las confesiones de Pedro”)

"Hubo una vez un monasterio que, a consecuencia de la ola de persecuciones religiosas que se desató durante los siglos XVII y XVIII y la creciente secularización del siglo XIX, se encontró en una situación prácticamente insostenible.

Llegó un momento en que en aquella enorme y decadente abadía no quedaban más que el abad y otros cuatro monjes, todos de edad muy avanzada. Evidentemente, el monasterio estaba condenado a desaparecer.

La abadía estaba rodeada por un frondoso bosque. Y en la espesura había una pequeña choza que el rabino de la ciudad vecina usaba de vez en cuando como lugar de retiro.

En sus largos años de oración y contemplación, los monjes habían desarrollado una extraordinaria sensibilidad. Por eso, casi siempre sabían cuándo el rabino estaba en su cabaña.

Un día, el abad, cada vez más preocupado por la situación de su orden, decidió acercarse a la choza para tomar consejo del sabio hebreo. Pero lo único que éste pudo hacer fue compartir la preocupación del monje.  —El problema —confesó el rabino— no me resulta nuevo. La gente ha perdido la sensibilidad para las cosas del espíritu, y en la ciudad ya casi nadie frecuenta la sinagoga. Así estuvieron un buen rato, contándose sus respectivos problemas. Luego leyeron juntos unos cuantos pasajes de la Tora y, ya más serenos, se enfrascaron en una profunda disquisición espiritual. Antes de despedirse, el abad preguntó otra vez al rabino si de veras no se le ocurría algo que pudiera salvar el monasterio y toda la orden de la ruina total que les amenazaba. La respuesta fue concluyente: —De veras que lo siento; pero no, no se me ocurre nada. Lo único que puedo decirle es que el Mesías está entre ustedes.

De vuelta al monasterio, el abad les contó a sus monjes lo que le había dicho el rabino, y que le parecía tan enigmático. Y ahí quedó la cosa. Pero el hecho es que, a partir de entonces, durante muchos días e incluso semanas, los monjes no dejaban de meditar sobre las palabras del hebreo. « ¿No será el Mesías uno de nosotros?», se decían en su interior. «Bien pudiera ser el abad o, tal vez, fray Tomás, que es realmente un santo. Lo que no parece probable es que el rabino se refiriese a fray Elred, que es tan irascible; aunque nunca se sabe. ¿Y fray Philip? Cierto que es una nulidad, pero cuando se le  necesita, siempre está ahí como por ensalmo; ¿no será él, quizá, el Mesías?

«Y, ¿por qué no puedo ser yo?», se decía el cuarto monje. «No; no es posible. Yo no soy importante. Aunque, pensándolo bien, para el Señor sí que lo soy. Entonces, ¿podría ser?» Inmersos en estos pensamientos, los monjes empezaron a tratarse con un respeto extraordinario, porque siempre había una posibilidad, aunque remota, de que el Mesías estuviera entre ellos.

El bosque en el que se levantaba el monasterio era un lugar maravilloso. De vez en cuando se llenaba de visitantes que venían a pasear por sus caminos y senderos. Casi sin querer, ésos empezaron a darse cuenta del extraordinario clima de respeto que reinaba entre los cinco monjes y que irradiaba al exterior. Por eso, se animaron a frecuentar el parque con mayor asiduidad, e incluso llevaron consigo amigos para enseñarles aquel lugar tan maravilloso. Y al correrse la voz, unos amigos fueron trayendo a otros y a otros, de modo que el número de visitantes aumentaba continuamente. Al poco tiempo, uno de los más asiduos pidió unirse a los monjes; y después vino otro, y otro, y así sucesivamente. Al cabo de unos cuantos años, el monasterio se convirtió en un centro extraordinariamente vivo, que irradiaba luz y espiritualidad en toda la región. 

También hoy el cristiano vive tiempos difíciles y sólo puede hablar de Dios a los hombres con una vida capaz de testimoniar la fe. Para eso es necesario, más que nunca, repensar los propios orígenes, o sea, el testimonio de los que fueron testigos oculares de la vida, muerte y resurrección de Jesús y que nos transmitieron la fe cristiana.

El itinerario de Pedro es, efectivamente, una guía del camino vocacional de todo hombre y, por tanto, una ayuda para revisar nuestra situación y reflexionar sobre ella. No basta contentarse con una fe puramente abstracta, puesto que hay una relación muy estrecha entre el bautismo, que implica una conversión al Dios de Jesucristo, la misión personal de cada uno de nosotros, que es un don de Cristo, y el talante con el que afrontamos la realidad cotidiana, es decir, nuestro modo de pensar, de hablar, de actuar, de juzgar.

El cristiano no tiene por qué sentir miedo, incertidumbre o preocupación frente al «mundo» o frente a las otras religiones; al contrario, tendrá que redescubrir su propia identidad, la identidad del verdadero discípulo de Cristo, la certeza de que se le ha concedido el Espíritu Santo que actúa en él ensanchando el espacio de su corazón y de su mente para que pueda transparentar el Evangelio, el misterio de salvación ofrecido a todos los hombres. No para persuadir a nadie, sino para contar a todos el inaudito amor del Padre que se comunica a una humanidad sedienta como inagotable manantial de vida."

¿Lo tendrán en cuenta estos días los Cardenales de nuestra Santa Madre Iglesia, en vísperas de entrar en un nuevo "Cónclave" par designar al sucesor de Pedro en Roma?



Jesús Mendoza Dueñas

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