"Como un grano de mostaza..."
27º Domingo TO CC Lucas 17,5-10
Yo paseo muchos días por el bosque con un
amigo, por prescripción médica, y por salud espiritual, porque el bosque tiene
ojos que nos ven, oídos que nos escuchan y alma que respira. La naturaleza es
un templo sin paredes, un gran teatro, donde la luz y las sombras tienen
tonalidades distintas. En dicho paseo aprovechamos para dialogar sobre lo
humano y lo divino. De vez en cuando le hago un examen de catecismo para ver
cómo anda de memoria. Si lo aprueba lo contrato de sacristán.
Siempre he defendido, y lo aprendí de un
buen profesor de teología, “que no existe
la fe, ni el amor, ni la justicia… que son abstracciones mentales”. Que lo
que existen son personas que creen o no creen, que aman y se comportan
respetando a los demás.
Si
me preguntan, de todas maneras, ¿Qué significa para mí creer? Respondo que
confiar, fiarme de Jesucristo y del Dios que nos ha revelado Jesús de Nazaret
con sus dichos y hechos, y en la causa del Reino por la que luchó y entregó su
vida. Y que intento identificarme con sus actitudes fundamentales: la confianza
en el Padre y la compasión hacia los más débiles. Creer es vivir abiertos a una
relación vital con Él, el Señor, el Maestro. Que el creer hay que alimentarlo,
sobre todo, en la escucha paciente, perseverante y obediente de la Palabra de
Dios. Y que estoy llamado a dar testimonio coherente, alegre y respetuoso con
los demás de mi creer, porque si es buena noticia para mí lo puede ser para los
demás. Y que tengo que reconocer que creer es algo vivo, es una aventura, una
búsqueda de los caminos de Dios que sigue revelándose en los acontecimientos y
en el rostro de las personas, sobre todo de los más débiles. Por esos caminos
no falta la oscuridad y las dudas. Y soy consciente de mi fragilidad, de que no
soy poseedor de la verdad absoluta, que el creer es un don, regalo. Y que tengo que agradecer el don de creer y suplicar cada día como el discípulo: “Señor, creo, pero aumenta mi fe”. El
creer nace, crece y sale de dentro, del alma. Y Dios se comunica al interior
del corazón, de la persona. Lo más difícil, exigente y comprometido del
ministerio de la Palabra, que no nos pertenece, es creer lo que predicamos y ser en consecuencia coherentes con ello.
En el evangelio que proclamamos este
domingo Jesús echa en cara a los discípulos su falta de fe. No les resultó
fácil perseverar en el camino del seguimiento del Maestro porque no entendían
muchas cosas, no eran grandes teólogos ni eran sacerdotes. En la última cena Jesús
reconocerá su perseverancia y les da gracias por ello: “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas”
(22,28).
Tengo muy grabado en mi corazón estos
verbos bíblicos del libro del Deuteronomio dirigidos al pueblo de Israel: “Escucha, aprende, practica, enseña”. Somos
aprendices, discípulos y apóstoles, enviados. Un creer que debe traducirse en
testimonio sincero y servicio fraterno. La “fe” se fortalece dándola.
El final del evangelio de este domingo nos
invita a ser más humildes: “Así también vosotros: cuando hagáis todo lo
mandado, decid: ‘Somos unos inútiles
siervos; hemos hecho lo que teníamos que hacer’”.
Sólo Dios es necesario.
Sólo Dios salva. Sólo Dios tiene la última
palabra. Sólo Dios ama de verdad. San Pablo dice: "De modo que el que planta y el que riega nada son, sino Dios, que
proporciona el crecimiento… nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros,
el campo que Dios cultiva" (1º Corintios 3,7-9).
Han
pasado más de veinte siglos. ¿No necesitamos seguir pidiendo, cada día al Señor
que aumente nuestra fe?



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