"Un corazón quebrantado y humillado"
30º Domingo TO CC Lucas 18,9-14
Muchas veces, en la selva en que nos toca
convivir, fácilmente nos creemos elefantes, superiores a los demás, cuando
somos minúsculos ratones.
-¿Por qué?
- Cuando salgas te lo diré.
El elefante salió del agua y le
preguntó: ¿Qué quieres, ratón?
Sólo quería ver si llevabas puesto mi
traje de baño”. (A. de Mello, El canto
del pájaro).
No basta con orar, hay que
orar con sinceridad y humildad, reconociendo nuestro pecado, con la propia vida
en las propias manos. Orar por la propia conversión y la de los demás.
No nos conocemos a
nosotros mismos, como para conocer a los demás, por eso no podemos juzgar y
condenar a nadie. En el fondo de toda persona, aún en la más deteriorada, hay
una parcela de dignidad inviolable que nos merece respeto.
Sólo Dios nos conoce en
profundidad, sólo Él nos puede juzgar, y su juicio es siempre juicio de
compasión y misericordia. Dejemos a Dios ser Dios.
La palabra humildad deriva
del vocablo latino “humus”, que significa suelo. Todos pisamos el mismo suelo,
por eso a los ojos de Dios nadie es más que nadie.
Y no hay peor soberbia que
creerse humilde. Constantemente nos estamos auto-justificando y comparándonos
con los demás.
El que sigue de verdad a
Jesús se reconoce por su sencillez, alegría, y por la manera de tratar a los
demás. No caben en el seguimiento de Jesús actitudes arrogantes, chulescas que
marcan distancias y levantan muros.
Y la humildad no está
reñida con la “autoestima” bien entendida, con la sabiduría de la
auto-aceptación, la gratitud hacia el bien recibido, la transparencia en la
comunicación.
Autoestima que no se puede
confundir con el narcisismo, uno de los peores enemigos de la vida espiritual.
“El narcisismo es una grave carencia
humana que consiste en vivir centrado en uno mismo, en ser ajeno a cuanto
ocurre en el mundo… El narcisismo es una expresión de la indiferencia. El
narcisista solamente piensa en sus cosas exteriores e interiores,… no le
interesa nada que no tenga que ver con su yo, su bienestar y su confort.” (Francesc
Torralba, La interioridad habitada).
El texto de la parábola del publicano y el fariseo de Lucas, como casi siempre desconcertante, nos empuja a mirar dentro de nosotros y revisar, de cara a Dios y a los demás, no tanto nuestros actos externos como las actitudes interiores.
Para escuchar
correctamente el mensaje de la parábola, hemos de tener en cuenta que Jesús no
la cuenta para criticar al círculo de
los fariseos, que lo acosa
constantemente, sino para sacudir la
conciencia de “algunos que, teniéndose
por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. Entre
estos nos podemos encontrar nosotros.
Una vez más el evangelista
nos presenta dos personajes antagónicos: el fariseo y el publicano. Las relaciones
de Jesús con ellos serán muy distintas. El texto opone magistralmente “palabras” frente a “gestos y actitudes”. Del fariseo presenta
su “largo” discurso narcisista: está “encantado de haberse conocido”. Enumera
sus “méritos” ante Dios, de modo que su “oración” sitúa a Dios como alguien que
debe reconocer y premiar sus
buenas obras. Solo él es bueno, y piensa que Dios está completamente de su
parte. En el extremo opuesto, la actitud del publicano. Del publicano
sobresalen sus gestos: quedarse a distancia, en un rincón, bajar la mirada,
golpearse el pecho. Es consciente de su pecado y solo pide “piedad” (“Si
llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?” Salmo 130). Su
oración apela a la compasión y a la misericordia de Dios. ( “Un corazón
quebrantado y humillado, Tú no lo desprecias”, Salmo 50/51). Es el
reconocimiento humilde del propio pecado y la necesidad de la mirada compasiva
de Dios, lo que nos hace dependientes de Dios y evita la autosuficiencia
narcisista.
Una de las tentaciones constantes de la iglesia es el triunfalismo: el creerse depositaria absoluta de la verdad, el creerse pura, inmaculada.
P. Francisco: en su
presentación al público el día de su elección pidió: “recen por mí que soy un
pecador”. En el viaje de avión a la JMJ de Río, a la pregunta de los
periodistas responde: “Quién soy yo para juzgar a un gay”.
Hay un movimiento
interesante en la parábola: “subir al” y “bajar del” templo. El
fariseo bajó como subió; el publicano bajó transformado. Nosotros “entramos” y
“salimos” del templo cada domingo, de la eucaristía: ¿Salimos igual que entramos
o sentimos alguna transformación? ¿Con qué personaje y actitud nos
identificamos más, en nuestra oración?
Dice un amigo mío que no sabe si hay más hombres buenos que malos, porque solo Dios nos puede juzgar. Pero sí sabe que hay hombres buenos, sencillos, humildes, capaces de transformar esta vida, este mundo, porque han experimentado que su corazón se ha transformado.
Jesús
Mendoza Dueñas



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