"Dios de vivos"

 32º Domingo TO CC, Lucas 20,27-38

Más de uno podrá pensar que después del hartazgo de falsas telarañas, calaveras, calabazas, brujas y zombis del fin de semana pasada,  ponerse a reflexionar sobre el más allá y la resurrección de la carne como que no apetece mucho.

Los hombres de todos los tiempos, ante el silencio y el muro de la muerte, se han preguntado y seguimos preguntando: ¿hay algo después?


Somos peregrinos en busca de sentido para nuestra existencia. “Felices, en este mundo turbulento, los buscadores de Dios” (J.Mª R. Olaizola). Y no nos hace daño pensar serenamente en el último paso que tendremos que dar: la muerte. “Tú que pasas, piensa en tus pasos, y de tus pasos piensa en el último paso”.

 

Érase una vez un monje que se acercó a Buda y le preguntó: ¿las almas de los justos viven después de la muerte?

Buda no le contestó. El monje siguió insistiendo día tras día y Buda callaba.

El monje amenazó con dejar el monasterio, pues de que servía sacrificarlo todo si las almas morían igual que los cuerpos.

Entonces Buda sintió compasión y habló.

Eres como un hombre que está muriendo de una flecha envenenada. Su familia lo llevó al hospital pero el moribundo se negó a que le sacaran la flecha si no le contestaban antes a tres preguntas.

El hombre que le disparó ¿era blanco o negro?, ¿era alto o bajo?, ¿era de una casta alta o era de una clase social baja?

Muchos somos como ese monje. Hacemos preguntas imposibles. Lo importante, a veces, no son las respuestas  sino hacer la pregunta posible, acertada y oportuna.

San Pablo, citando a los profetas Jeremías e Isaías, declara a los cristianos de Corinto que se trata de algo que «el ojo nunca vio ni el oído oyó ni hombre alguno ha imaginado, algo que Dios ha preparado a los que lo aman» (I Cor. 2,9).

No hace falta ir a la escuela para aprender que tenemos que morir. La experiencia de cada día, nuestro propio envejecimiento... nos lo irá aclarando, si es que tenemos dudas. La muerte nos iguala a ricos y pobres, aunque hay muertes y muertes. Hay muertes muy duras. Muertes que destrozan familias.  Muertes de personas inocentes, víctimas de tantas formas de injusticia y violencia. Muertes de niños que no han tenido la oportunidad de vivir. Muertes de ancianos en soledad y abandono…

No nos engañemos: no es fácil creer en el misterio de la resurrección, porque la certeza y evidencia de la muerte nos dice que los muertos desaparecen de nuestra vida e historia y no vuelven.  Y a la vez no es difícil no creer en algo.


Muchos de nuestros paisanos o amigos aceptan tranquila y resignadamente que el fin de la existencia humana es la nada. Algunos se dejan seducir por la alternativa de la “reencarnación”, en la que, olvidando quienes fueron, esperan que la nueva vida les resulte más llevadera, aunque sea en la piel y huesos de un gato.

Algunos otros se atreven a acusar a los que nos decimos creyentes, cristianos, de caer en una fácil respuesta, que se convierte además en escapatoria de nuestros compromisos históricos y terrenales.


Yo estoy seguro que a muchos les gustaría saber en detalle o en resumen cómo será la otra vida que nos espera más allá de las orillas del río de nuestra existencia, cuando lleguemos a la última estación de nuestro viaje o estancia por la historia que nos ha tocado vivir o soportar.

Jesús no gustó de especular sobre la vida “nueva y en plenitud” que nos espera después de la resurrección, ni la describe en detalle. Afirmará varias veces en sus discursos: “Yo soy la resurrección y la vida”. Y “nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque todos viven por Él”. Es su respuesta y afirmación fundamental a la trampa en forma de “cuento”  que, una vez más, le quieren tender un grupo de  saduceos, que intentan ridiculizarlo.

Pero ¿Qué significa creer en el Dios de la Vida, de los vivos?

Reconocer, en primer lugar, que Él es la fuente, origen guía y meta de nuestra existencia. Somos fruto del misterio del amor insondable e infinito de Dios. Y este es el fundamento de nuestra esperanza, que no defrauda. La muerte no tiene la última palabra. La última palabra la tiene Dios y es palabra de Vida. Lo que es imposible para el hombre es posible para Dios. Dios es amor. Y el amor es más fuerte que la muerte. La causa del hombre es la causa de Dios.

Vivir de esta fe significa que es posible afirmar y experimentar el gozo de vivir, aceptando, por supuesto, las dificultades que la vida encierra. Y, como consecuencia, amar la vida en todas sus dimensiones y estadios. Respetar la propia vida y la vida de los demás. Cuidar la vida, sobre todo de los más vulnerables. Dar la vida como gesto supremo de amor, enseñando, con nuestro estilo de vida, a vivir de otra manera.


Y sabiendo que Cristo camina con nosotros y pone su mirada en los que sufren. Convencidos de que el cielo lo podemos empezar a construir aquí en la tierra, pero también, para muchos, el infierno. Que se lo pregunten a los niños o refugiados de las mil guerras.

 “Creo, Señor, pero aumenta mi fe”.

 

Jesús Mendoza Dueñas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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