"Un transeúnte en mi camino"

 “Un transeúnte en mi camino”

En marzo del 2009 llamó a la puerta de la casa parroquial de San Pedro Manrique un transeúnte. Lo recuerdo hoy  20 de enero, día de San Sebastián, después de la última nevada en Pinares y ante una ola de frío que se avecina.

Pienso en las personas que viven en la calle de las grandes ciudades. ¿Por qué será que algunos prefieren vivir al raso antes que acudir a los albergues? En la noche, algunos voluntarios de alguna ONG les proporcionan ropa, mantas y algo de comida caliente. Es el rostro humano de una realidad dura, despiadada. Pienso en los civiles, niños y ancianos, víctimas de la guerra de Ucrania u otras guerras. Detrás de las estadísticas hay escondido siempre un rostro concreto, un ser humano con toda su dignidad.

Yo acabo de llenar el tanque de gasóleo de la calefacción, y me he comprado en las rebajas unas botas para la nieve.

La crónica que hice entonces fue la siguiente, y que no ha perdido actualidad.

“Se acaba la campaña del frío en Madrid y los transeúntes sin hogar a la p... calle, a partir del día 4.”

Ha llegado al pueblo un transeúnte, un ciudadano sin techo, sin hogar. Viene buscando el despoblado de Vea desde Madrid, donde ha dormido las últimas noches en un albergue municipal. Le han informado que es un pueblo abandonado y en el que se puede vivir en paz. Lo han descubierto por Internet. Ha llegado a San Pedro con la ilusión de llegar hasta allí. Los vecinos con los que se ha entrevistado le desaconsejan el proyecto de ir a vivir allí porque es inviable. Por el acento parece del sur. Cosa que confirma al hablar de algún barrio periférico de Sevilla del que huye.

Como buen carrilero se las sabe todas y domina el discurso y el oficio de los sin techo. ¿Qué historias le acompañan? Parece tener problemas mentales o psiquiátricos, pues manifiesta cierta ansiedad. Es el perfil típico de esta gente, desarraigada, rota, que huye por la vida del pasado, de una vida fracasada, de una infancia dura.

Ha visitado al alcalde a quien le descoloca este tipo de situaciones. El bueno del señor alcalde se ve impotente ante su demanda. Algunos en el bar le apuntan la posibilidad de trabajar en el monte, creándole falsas expectativas. Ha mendigado por algunas casas para conseguir algo para comer. Alguien le informa de que los curas acogen en un albergue a gente como él.


Y aterriza en la casa parroquial en busca de alojamiento para pasar una  noche. Le ofrecemos cama, ducha, cena, tabaco y teléfono para contactar con su pareja o compañera, que ha dejado en el albergue  Mayorales de la Casa de Campo de Madrid. Le informamos que es muy difícil encontrar trabajo y vivienda digna hoy día en el pueblo. Que no se haga ilusiones. A lo mejor son excusas para quitárnoslo de en medio cuanto antes.

La verdad es que estos casos también nos descolocan a los curas, nos incomodan. Les atendemos porque creemos que es nuestra obligación como cristianos, pero dudamos en cómo hacerlo para atender sus verdaderas necesidades, que no siempre podemos remediar o solucionar. Nos movemos entre el respeto a la persona, la caridad más o menos entendida, el paternalismo, y la desconfianza.

Al día siguiente, pasa la mañana mendigando de casa en casa y  después de comprobar que tiene difícil aparcar en San Pedro llegamos a un acuerdo: que en la tarde lo acerco hasta Soria donde esperará a su compañera y a un amigo que dejó en Madrid. Buscará alojamiento y pasajes a través de la policía municipal para marchar al día siguiente hacia no sabemos dónde. Todo el viaje lo ha pasado sermoneándome, como predicador de calle que conoce de carrerilla el evangelio. Me da la impresión de que es testigo de Yehová o evangélico, cosa que confirmo al preguntarle si es católico. Me responde que es cristiano.  Le ofrezco el dinero para un pasaje, cosa que acepta, y al despedirse me pide  tabaco que no tengo. Al final me queda el cargo de conciencia de si habré sabido tratarlo o simplemente me he desecho de él. Le deseo que encuentre su camino en la vida y que no huya. Se llama Manuel.


Nos resulta, a veces, muy fácil pensar a los que tenemos resuelto el techo, el trabajo y la comida de cada día que la pobreza  es una especie de delito. Vivimos en una sociedad que siempre culpabiliza al débil. Con la pobreza pasa lo mismo. La sociedad ante la evidencia de la pobreza, prefiere culpabilizar al que la sufre, que aceptar que la culpable de su existencia es ella misma. Ver pobres en nuestras calles supone la demostración irrefutable de que el sistema no funciona, de que algo falla.

Con la presente crisis la presencia en el pueblo de personas en esta situación se multiplicará. ¿Estamos preparados para atenderlos, desde los servicios sociales, desde el ayuntamiento, desde la parroquia?”.

(Marzo de 2009, San Pedro Manrique).

Jesús Mendoza Dueñas.

 

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