Paseo por Peraita
PASEO POR PERAITA
Hoy, trece de septiembre
del 2008, en las postrimerías del verano, en una tarde suave, he salido de
paseo acompañado de mi gato Rosu, que me sigue como un perro faldero. Me dirijo
hacia Peraita, un cerro que domina el pueblo por la salida del sol. He
atravesado un puente sobre el río Linares, que este año no se ha secado. En sus
orillas sorprendentemente construyeron un par de granjas de cerdos, hoy
abandonadas. El gato me sigue con cierto recelo a unos treinta metros, pues
desconoce el camino. Según asciendo por una senda, señalizada con marcas de senderismo, el aroma del tomillo y
la jara me hace olvidar la huella de las
granjas. Es un camino antiguo de herradura que conducía, cumbreando, hasta el actual despoblado de
Sarnago. Hoy sólo lo transita algún ganado y los escasos senderistas que se
pierden de cuando en vez por estas tierras. Una vez en la cumbre, una verde meseta, poblada de zarzas y
tomillo, me asomo a contemplar el pueblo. Es una de las vistas más hermosas de
San Pedro Manrique, pero poco conocida. Me siento en una piedra y miro al
horizonte. Por detrás, al este, sopla una suave brisa. Contemplo el horizonte
donde emergen los molinos de viento que están instalados en la
sierra de Matasejún, primos hermanos de los del parque de Oncala. Se tiene
previsto poblar todas las cumbres de la zona. ¿Nos acostumbraremos al impacto
visual? Son las nuevas tecnologías que tendremos que aceptar. El verde de las
tierras de labor, después de las tormentas de agosto, ha dado paso al color de
la tierra recién removida por el arado de los tractores que se apresuran a
preparar la tierra para la ya próxima sementera. Destaca el verde de la dehesa
boyal del pueblo. A lo lejos se oyen las voces y las risas de los niños, que
acaban de estrenar curso escolar.
Sólo
desde aquí arriba se puede respirar sano y se puede contemplar el espectáculo
de la naturaleza que siempre asombra. El sudor del camino queda recompensado.
El gato cierra los ojos como de satisfacción, recostado en la suave alfombra de
la pradera.
Qué importante en la vida es aprender a cultivar la sensibilidad, la capacidad de contemplación. Sin esa sensibilidad podemos llegar a ser víctimas de las tensiones inevitables que engendran los quehaceres y preocupaciones de cada día, y que nos van erosionando por dentro. Necesitamos recuperar esa dimensión y la capacidad de escucha hacia dentro y hacia fuera. Los que entienden de estrategias de comunicación hoy día recomiendan que para vivir en paz lo primero que hace falta es aprender a escuchar. Vivimos en un entorno tan ruidoso por fuera y con tantas prisas por dentro, que se hace realmente muy difícil que nos prestemos atención unos a otros. Hablamos con voz fuerte, nos movemos rápidamente, decimos a unos y a otros lo que tienen que hacer, pero a menudo somos incapaces de escucharnos realmente y, por tanto, de comprendernos. Los psicólogos advierten que más que una técnica que se puede adquirir y dominar, escuchar es sobre todo una actitud que se aprende cuando se vive en un espacio humano en el que hay afecto. La actitud de escuchar a los demás comienza en el ámbito personal y familiar y atraviesa todos los niveles de la acción humana.
Terminó el verano, periodo estacional de
vacaciones para muchos que vuelven año tras año a su tierra, a su pueblo, al
encuentro y escucha de sus raíces. Ojalá
que el reencuentro con la tierra nos cure de la contaminación del ruido de las
grandes ciudades. Ojalá nos sirva para romper el muro de la incomunicación, la
plaga del individualismo egoísta en que nos sumerge la sociedad de masas. Ojalá nos sirva para
poner en práctica la capacidad de escucha,
el diálogo sereno y sin prisas con el amigo de la infancia. Feliz otoño,
feliz invierno. Jesús Mendoza Dueñas




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