La mejor comida


 19 Domingo TO CB Juan 6,41-51

LA MEJOR COMIDA

Cuentan de un excombatiente de la segunda guerra mundial que le preguntaron:

¿Cuál es la comida de la que guardas un buen recuerdo?

El hombre se levantó y dijo: La mejor comida que yo he hecho a lo largo de toda mi vida fue durante la segunda guerra mundial después de una noche de batalla.

Subí a trompicones la colina y allí vi a una mujer de la Cruz Roja con su carrito en un campo lleno de barro. Estaba repartiendo pan y café frío. Cuando me lo dio, sonrió.

Después de lo que había sufrido aquella noche, ese momento fue para mí la mejor comida de toda mi vida.

Al que tiene de verdad hambre y te pide pan no le sueltes un discurso sobre las bondades de las distintas variedades de trigo que existen hoy, o sobre el valor nutritivo del pan integral, u otras lindezas gastronómicas, sino dale pan de buena gana, con amor. San Vicente de Paúl afirma que: “Sólo por tu amor los pobres te perdonarán el pan que tú les das”. El amor tiene que ser real, eficaz y efectivo, con todas sus exigencias: (2ª lectura: Efesios 4,30-5,2) “bondad, comprensión, perdón. “Perdonaos unos a otros como Dios os perdonó primero en Cristo”.

El infierno, dicen, que está lleno de buenas intenciones. Los pecados de omisión son los más frecuentes y no nos solemos confesar de ellos. El problema del hambre sigue ahí, y no hay mucha intención de atajarlo. “Si somos hijos del mismo Dios, porque siempre caen los mismos”, canta Macaco en “Hijos del mismo Dios”.

Los judíos murmuraban porque Jesús, el carpintero de Nazaret, había dicho: “Yo soy el pan bajado del cielo”. Al final de su discurso sobre el pan de vida hasta lo quieren apedrear. En el fondo no creen en él. Jesús les ha dicho: “La obra de Dios es ésta: que creáis en el que ha enviado”. “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre”. «El que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí».

Nos podemos preguntar: ¿Por qué estamos aquí hoy en la misa del domingo? Puede ser por rutina, costumbre, tradición, compromiso social, protocolo. Lo importante es que respondamos a esta otra pregunta: ¿A qué me compromete la Eucaristía, la Cena del Señor? ¿Es signo de unidad y de fraternidad?

Todo es cuestión de fe. "La incredulidad empieza a brotar en nosotros desde el mismo momento en que empezamos a organizar nuestra vida de espaldas a Dios. Así de sencillo. Dios va quedando ahí como algo poco importante que se arrincona en algún lugar olvidado de nuestra vida. Es fácil entonces vivir ignorando a Dios.

Quizá sea esta nuestra mayor tragedia. Estamos arrojando a Dios de nuestro corazón. Nos resistimos a escuchar su llamada. Nos ocultamos a su mirada amorosa. Preferimos «otros dioses» con quienes vivir de manera más cómoda y menos responsable" (J.A. Pagola).

La fe  es don de Dios que tenemos que suplicar humildemente, agradecer, alimentar… y dar sin complejos, con la cara descubierta y bien alta, aunque siempre con respeto hacia el que no cree; con alegría y coherencia.

La fe se alimenta en la escucha obediente, paciente y perseverante de la mesa de la Palabra de Dios. En la vivencia de la Eucaristía, fuente del amor verdadero. Y crece cuando se comparte, se da.

Elías desfallecido es despertado de su sueño y se le invita a comer y beber porque el camino es largo. Dios nunca nos abandona, y menos caídos en la dificultad. Nos ha encomendado una tarea: ser testigos de su amor. Y en la Eucaristía, sacramento del amor de Dios entre nosotros, alimentamos ese amor.


Jesús Mendoza Dueñas


ANGELUS DEL PAPA FRANCISCO 11 de agosto 2024
Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!
Hoy el Evangelio de la liturgia (Jn 6,41-51) nos habla de la reacción de los Judíos ante la afirmación de Jesús, que dice: «He bajado del cielo» (Jn 6,38). Se escandalizan.
Estos murmuran entre ellos: « ¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6,42). Y así murmuran. Prestemos atención a lo que dicen. Están convencidos de que Jesús no puede venir del cielo, porque es hijo de un carpintero y porque su madre y sus parientes son gente común, personas conocidas, normales, como tantos otros. ¿Cómo podría Dios manifestarse de manera tan ordinaria?, dicen.
Están bloqueados en su fe por su idea preconcebida sobre sus orígenes humildes y también bloqueados por la presunción, por tanto, de que no tienen nada que aprender de Él. 
Las ideas preconcebidas y la presunción, ¡Cuánto daño nos hacen! Impiden un diálogo sincero, un acercamiento entre hermanos: ¡cuidado con las ideas preconcebidas y la presunción! Tienen sus esquemas rígidos y no hay lugar en sus corazones para lo que no encaja en ellos, para lo que no pueden catalogar y archivar en las estanterías polvorientas de sus certezas. Y esto es cierto: muchas veces nuestras certezas están cerradas, polvorientas, como los libros viejos.
Y, sin embargo, son personas que cumplen la ley, dan limosnas, respetan los ayunos y los tiempos de la oración. Además, Cristo ya ha realizado varios milagros (cf. Jn 2,1-11; 4,43-54; 5,1-9; 6,1-25). ¿Cómo es que esto no les ayuda a reconocer en Él al Mesías? ¿Por qué no les ayuda? Porque realizan sus prácticas religiosas no tanto para escuchar al Señor, sino más bien para encontrar en estas una confirmación a lo que ellos piensan. Están cerrados a la Palabra del Señor y buscan una confirmación a sus propios pensamientos. Lo demuestra el hecho de que no se preocupan siquiera de pedir a Jesús una explicación: se limitan a murmurar entre ellos contra Él (cf. Jn 6,41), como para tranquilizarse mutuamente sobre lo que están convencidos, y se cierran, están cerrados como en una fortaleza impenetrable. Y así no son capaces de creer. La cerrazón del corazón, ¡Cuánto daño hace, cuánto daño hace!
Prestemos atención a todo esto, porque a veces nos puede suceder lo mismo también a nosotros, en nuestra vida y en nuestra oración: es decir, puede suceder que en lugar de escuchar realmente lo que el Señor tiene que decirnos, busquemos en Él y en los demás solo una confirmación de lo que pensamos nosotros, una confirmación de nuestras convenciones, de nuestros juicios, que son prejuicios. Pero este modo de dirigirnos a Dios no nos ayuda a encontrar a Dios, a encontrarlo de verdad, ni a abrirnos al don de su luz y de su gracia, para crecer en el bien, para hacer su voluntad y para superar los cierres y las dificultades. Hermanos y hermanas, la fe y la oración cuando son verdaderas abren la mente y el corazón, no los cierran. Cuando encuentras a una persona que, en la mente, en la oración está cerrada, esa fe y esa oración no son verdaderas. 
Preguntémonos, entonces: ¿En mi vida de fe soy capaz de callar realmente en mi interior y de escuchar a Dios? ¿Estoy dispuesto a acoger su voz más allá de mis esquemas y venciendo también, con su ayuda, mis miedos?
Que María nos ayude a escuchar con fe la voz del Señor y a cumplir con valentía su voluntad.







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