“El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos".
25º Domingo CB JMD Marcos 9,30-37.

Yo primero, después lo mío, mis bienes, mi fama, mi imagen, mi familia, mis amigos, mi equipo, mi empresa…. yo, yo, yo. ¡Cuánto ego! El ego es el primer enemigo en el camino de la búsqueda, de la verdadera espiritualidad, de la superación, de la purificación.
El yo, mis ideas, mis soluciones que se convierten en resoluciones, decretos que intentamos imponer a los demás.
¡Con cuánta facilidad nos engañamos a nosotros mismos!
Necesitamos desnudarnos, quitarnos el maquillaje, las siete caretas con las que pretendemos ocultar nuestra identidad.
Pero delante de Dios no nos podemos ocultar ni fingir. Dios nos conoce como la palma de nuestra mano. Salmo 138: “Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. ¿A dónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? Si digo: ‘Que al menos la tiniebla me encubra, que la luz se haga de noche en torno a mí’, ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día”. Los caminos de Dios no son nuestros caminos.
La verdadera sabiduría consiste en vaciarse del “yo”, del ego, empezando por conocernos y aceptarnos como somos.
“El Señor derribó del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lucas 1,52).
Jesús dijo de sí mismo: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir”. Y en la última cena se arrodillo y lavó los pies de los discípulos, como un esclavo. Y les dijo: “Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo”.
Después de la confesión de Cesarea, después de anunciar a sus discípulos su próxima pasión y muerte, y la necesidad de cargar con la cruz de cada día, viendo que todavía no entienden ni comprenden, ni aceptan su destino y discuten sobre quién será el primero les amonesta diciendo: “El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos". Y les pone como ejemplo de a quién hay que servir a un niño, como símbolo de fragilidad, vulnerabilidad, y alguien que no nos puede pagar sino es con una sonrisa y su cariño, que no es poco. En el centro de la Iglesia "apostólica" ha de estar siempre ese niño, símbolo de las personas débiles y desvalidas: los necesitados de acogida, apoyo y defensa. No han de estar fuera, lejos de la Iglesia de Jesús. Han de ocupar el centro de nuestra atención. La enseñanza de Jesús es clara: el camino para acoger a Dios es acoger a su Hijo Jesús presente en los pequeños, los indefensos, los pobres y desvalidos. ¿Por qué lo olvidamos tanto? Un Iglesia que acoge a los pequeños e indefensos está enseñando a acoger a Dios.

Pero no nos engañemos: no hay servicio sin humildad, sin pisar el mismo suelo, sin arrodillarse, sin sacrificio, sin generosidad, dando lo mejor de nosotros mismos, sin gratuidad.
El Papa Francisco afirmaba hace tres años, comentando este evangelio, en el Ángelus del domingo, que el servicio huele a cruz: “Hoy en día la palabra “servicio” parece un poco descolorida, desgastada por el uso. Pero en el Evangelio tiene un significado preciso y concreto. Servir no es una expresión de cortesía: es hacer como Jesús, que, resumiendo su vida en pocas palabras, dijo que había venido «no a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Así dijo el Señor. Por eso, si queremos seguir a Jesús, debemos recorrer el camino que Él mismo ha trazado, el camino del servicio. Nuestra fidelidad al Señor depende de nuestra disponibilidad a servir. Y esto cuesta, lo sabemos, porque “sabe a cruz”. Pero a medida que crecemos en el cuidado y la disponibilidad hacia los demás, nos volvemos más libres por dentro, más parecidos a Jesús. Cuanto más servimos, más sentimos la presencia de Dios. Sobre todo cuando servimos a los que no tienen nada que devolvernos, los pobres, abrazando sus dificultades y necesidades con la tierna compasión: y ahí descubrimos que a su vez somos amados y abrazados por Dios”.
El enemigo del servicio como actitud es el ego, traducido en egoísmo y soberbia.
“Los últimos serán los primeros, pero los primeros en servir”.
Ciertamente, nuestros criterios no coinciden con los de Jesús. ¿A quién de nosotros se le ocurre hoy pensar que los hombres y mujeres más importantes son aquellos que viven al servicio de los demás?
Según el criterio de Jesús, son sencillamente esos miles y miles de hombres y mujeres anónimos, de rostro desconocido, a quienes nadie hará homenaje alguno, pero que se desviven en el servicio desinteresado a los demás. Personas que no viven para su éxito personal. Gentes que no piensan solo en satisfacer egoístamente sus deseos, sino que se preocupan de la felicidad de otros.
La verdadera grandeza consiste en servir. Para Jesús, el primero no es el que ocupa un cargo de importancia, sino quien vive sirviendo y ayudando a los demás. Los primeros en la Iglesia no son los jerarcas, sino esas personas sencillas que viven ayudando a quienes encuentran en su camino. No hemos de olvidarlo.
Jesús Mendoza Dueñas

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